Recuerdo cuando conocí al amor de mi vida.
Era una niña tímida de 9 años en un nuevo curso en un instituto de inglés. Entré y lo primero que vi fue a la maestra que me sonreía amablemente, invitándome a pasar.
-Bueno, chicos- dijo, mientras todas las miradas se posaban en mi –Ella es Juana, es su primer año en este instituto, así que háganla sentir bienvenida-
Los chicos me sonrieron y siguieron trabajando en sus libros, yo me acomodé en una de las sillas disponibles. Los bancos estaban juntados de tal forma que quedábamos enfrentados unos con otros. Recuerdo que al mirar hacia adelante me impactó una penetrante mirada verde
-Hola, soy Gonzalo- Dijo el niño con su sonrisa grande y sin algunos dientes –Me gusta tu nombre, ¿te puedo decir “Juani”?-
-Sí, claro-
-Sos un poquito callada…-
-Al principio, cuando no conozco mucho…-
-Bueno, tenemos mucho tiempo para conocernos- Me dirigió una sonrisa inocente y yo lo imité. Sin sospechar que aquel era el principio de la amistad más torturadora que experimentaría en mi vida.
El tiempo pasó, y yo ya no era la nenita tímida a quien el pobre nene tenía que sacarle las palabras de la boca para que hablase. No, era su salvaje e inseparable compañera de aventuras. Juntos escalábamos los árboles más grandes, bajábamos las montañas más altas con nuestras veloces bicicletas y cazábamos los bichos más peligrosos en la inmensidad de nuestros patios.
-Yo quiero que cuando seamos grandes te cases conmigo, Juani- Me dijo una tarde mientras tomábamos la leche mirando los dibujitos
-¿Por qué?-
-Porque papá se casó con mamá porque estaban todo el tiempo juntos y se querían mucho. Yo estoy siempre con vos y nos re queremos, así que nos tenemos que casar-
-Bueno, pero no nos vayamos a dar besos-
-No, ¡qué asco!-
Y jugábamos todos los días a que éramos marido y mujer en una carpita que armábamos con sábanas, juramos que cuando creciéramos nos íbamos a comprar una casita e íbamos a tener muchos hijos. Que nunca nos íbamos a separar, que siempre íbamos a estar juntos. Siempre íbamos a ser mejores amigos. Siempre.
Pasaron los años y nuestra amistad se afianzó aun más. Pasamos de ser mejores amigos a ser hermanos. El era mi hermano mayor, quien me aconsejaba, me protegía y me cuidaba. Y yo era su hermanita menor, quien lo hacía reír, quien lo contenía y lo ayudaba en todo. Nos tirábamos al piso a escuchar música, el me mostraba bandas, discos, canciones, conciertos y ampliaba mis conocimientos. Me enseñaba todo, me explicaba cosas, todas mis dudas eran aclaradas. Tenía la paciencia de hierro.
Yo lo ayudaba, lo comprendía más que a nadie, lo aconsejaba y le decía esas cosas que solamente las mujeres sabemos expresar. Lo alegraba, lo hacía sonreír, incluso en esos momentos en que la oscuridad parecía apoderarse de todo.
Aun recuerdo las noches en vela hablando sin parar y al ver que el cielo estaba aclarando, escalábamos al techo para ver el amanecer. Recuerdo las canciones que me compuso, los poemas que le escribí, las melodías que cantábamos. Recuerdo las películas abrazados, los viajes a ningún lado, las risas que acababan en lágrimas de alegría.
Recuerdo los cálidos abrazos de un “te quiero”, la magia de un beso consolador, la alegría de verlo llegar a mi puerta.
Recuerdo, también, el dolor indescriptible que partió mi pecho cuando escuché “No sabes, Juani… tengo novia”
Y estaba bien, mientras él fuera feliz, yo también lo estaría… o trataría de estarlo. Y así fue, todo estuvo espectacularmente. Hasta que la princesita se sacó su disfraz y liberó al monstruo que habitaba dentro de ella. Y envolvió al pobre chico en su trampa encantadora, como una araña a punto de devorar a su presa.
Le lavó el cerebro, lo hizo su esclavo. Sometido, incondicional, perdida y torpemente enamorado. Mientras ella se reía y lo hacía sufrir, el iba y cumplía sus caprichitos de manipuladora enfermiza. A ella le gustaba verlo así, sentirlo a sus pies, dispuesto a cualquier cosa, con la esperanza de que así pudiera probar un poco del codiciado amor de aquella abeja reina, que lo mataría cuando se cansara o se hiciera inservible para ella.
Lo más triste es que él no podía ver todo esto, estaba demasiado cegado por la hipnosis de la hermosura de aquella arpía. Mis amigos me decían “Dejalo, sufre porque quiere, no hay manera de hacerlo entender”. Pero yo no podía dejarlo, no podía dejar que ella lo comiera vivo y tirara los restos de la mejor persona que conocí en toda mi vida. Mientras a ella le daba igual y le era infiel con el primero que se le cruzaba, yo anhelaba poder abrazarlo una vez más, como lo hacíamos antes, ya que ahora no podía porque “A ver si Luciana se pone celosa”…
Y lo peor de todo es que me odiaba, me odiaba porque sabía que quería hacerle ver, sabía que yo quería liberarlo de su trampa de araña encantadora. Recuerdo los mensajes de odio, las miradas sobradoras, los pinchazos en el pecho al escuchar “Ahora está conmigo.”
Y ahora sigue todo igual, el se está consumiendo en aquella relación autodestructiva, dónde ella le hace creer que es todo su culpa. Yo, sigo sufriendo por él, por mí y por nosotros y ella se alimenta de nuestro dolor como la arpía chupa-sangre que es.
Pero no me rindo, no pierdo las esperanzas, se que algún día él se despertará de su pesadilla y recordará, me recordará, nos recordará. Recordará el primer día de clases en aquel instituto, aquel año. Recordará a aquella nena tímida que lo miraba de reojo. Recordará los raspones en los árboles, los moretones en las bicicletas, las picaduras de los bichos. Recordará los poemas, las canciones, las melodías. Recordará los amaneceres, las películas, los abrazos, los besos. Recordará las risas, los consejos, las enseñanzas.
Recordará la leche con el televisor puesto.
Recordará
“Yo quiero que cuando seamos grandes te cases conmigo, Juani”
Juanita.